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el debate

Una noche perdida: España sigue en la cuerda floja

Miguel Massanet Bosch. Una reunión a cuatro. Cuatro políticos enfrentados cara a cara, mirándose de reojo y pendientes de la más mínima debilidad del adversario para tirársele a la yugular con la intención de acabar con él. Porque, señores, nos hallamos en una España desconocida, una nación en la que se empiezan a descubrir como aquellos virus malignos que hicieron que los españoles se enfrentaran en una contienda cruel, entre amigos, hermanos, ricos, pobres, cristianos, ateos, fascistas, comunistas etc. volvieran a reproducirse con nuevos bríos de la mano de quienes no han sabido olvidar, perdonar, reconciliarse ni disculpar a aquellos con los que, en el pasado, se enfrentaron en el campo de batalla.

Unos en el bando rojo y otros en el azul que, un día, decidieron que para solventar las enemistades, las disputas, los malentendidos, las injurias, cuestiones de honor u odios, no había otro camino que el de batirse el cobre y cavar en la tierra los miles de sepulturas para enterrar los cadáveres de aquella juventud que olvidó sus ilusiones y sus planes de futuro para defender, luchando a muerte, una causa que, visto lo que viene ocurriendo al cabo de más de siete décadas, de poco nos ha servido, a vencedores y perdedores, para recobrar la sensatez y el sentido común que, el ejemplo de aquellos tiempos, de muerte y terror, debieran hacernos recobrar. Una conclave de autómatas en el que, cada uno de los partícipes, repetía machaconamente los mismos argumentos, idénticas acusaciones, mordaces recriminaciones y maliciosas insinuaciones, en una aburrida secuencia de frases hechas, ofertas irrealizables, propuestas descabelladas y, debajo de todo ello, sibilinas sugerencias, alianzas encubiertas y pactos insinuados, sabedores de que ninguno de los partidos allí representados tenía la más mínima posibilidad de conseguir la victoria absoluta, que le permitiera gobernar sin depender de los demás. En realidad, se podría decir que, a la vista de los temas que allí se manejaron, de la falta de originalidad de todo lo que se dijo durante el debate, calco cansino de lo que todos ellos han venido repitiendo, durante meses, en cada ocasión en la que han tenido la oportunidad de hacerlo; aquella reunión estaba de sobras y no tenías otra razón de ser que la de cumplir con un trámite al que, con toda seguridad, ninguno de ellos asistía esperando conseguir un rendimiento electoral de él, pero que, el negarse a asistir, les hubiera dado municiones a los restantes aspirantes al gobierno de la nación.

No hubo ni brillantez ni sorpresas ni novedades ni gracejo en todo lo que se dijo y, aparte de algunos escarceos provocados por algunas impertinencias que se dedicaron mutuamente, debidamente correspondidas; se puede decir que las dos horas y media que parece que duró el espectáculo, hicieron que la audiencia que quiso presenciar el debate hasta el final, tuviera que hacer esfuerzos ímprobos para no cerrar los ojos, no abandonar aunque la tentación fuera fuerte o no maldecir en contra de la clase política que nos lleva martirizando con semejantes tertulias; sin que veamos la utilidad que nos reportan a los ciudadanos españoles, que no acabamos de entender como se puede someter a un país, necesitado de un gobierno fuerte y experimentado, para que se pueda enfrentar a los retos que parece que –si las cosas no cambian y el desafío terrorista y las cuestiones económicas y sociales que ponen en vilo a la UE, no se resuelven (como por ejemplo, el incierto resultado de la consulta que los ingleses van a celebrar el día 23 para determinar si el RU permanece o se aleja ce la CE) – nos van a someter a meses de incertidumbre, de intranquilidad, de interinidad de un gobierno o de falta de actividad legislativa, con todo lo que ello supone de retraso en la vida civil de un país.

Eso sí, la parafernalia que acompañó a este debate, la ampulosidad con la que fue tratado por las televisiones y el lujo de la presentación y acompañamiento de periodistas con el que se presentó a los televidentes, hubiera sido, sin duda, digno de un espectáculo más brillante. No acabamos de verle la utilidad a que existieran tres moderadores para solamente cuatro protagonistas ni, tampoco, entendemos la inacción de los tres encargados de moderar el debate cuando, algunos de los políticos se esforzaban en interrumpir al que tenía la palabra, para evitar que se expresase con tranquilidad y que los espectadores pudieran entender con claridad lo que quería decir. No es la primera vez que ocurre semejante falta de educación, evidentemente utilizada aposta por el adversario político para poner nervioso al orador y hacerle perder la concentración, buscando que, el que tiene la palabra, se excite y entre en una batalla de reproches que, naturalmente, no le favorece en absoluto.

Se podría decir que el trato, la forma y la oportunidad con la que los moderadores se dirigían a los intervinientes no siempre fue con el mismo tono, con parecida amabilidad o con similar cercanía, según a cual de ellos se dirigían; no sabemos si por el respeto que les imponía la persona del señor Rajoy o por sentirse más atraídos por el resto de los políticos presentes en el plató. Claro que esto son detalles en los que casi nadie se fija y, seguramente, no influyen en la percepción de quienes contemplaron el debate.

En cualquier caso, sí se pudieron sacar algunas conclusiones no tanto por las palabras de los representantes políticos, sino más bien por el tono y por la acritud con la que alguno de ellos se dirigió a los otros. Por ejemplo, nos cuesta pensar que, celebradas las elecciones del día 26, se pueda hablar de pactos entre el PP y Ciudadanos, vista la dureza con la que el señor Rivera se dirigió a don Mariano y la poca amable contestación que recibió de éste. Por otra parte resultó infantil, plañidera y completamente fuera de lugar la actitud de sumisión absoluta adoptada por Pablo Iglesias respecto al señor P.Sánchez, al que se le veía incómodo y, se podría decir, que hasta ruborizado por la forma servil con la que, el temido líder de Podemos, le suplicaba de que no le señalase a él cuando Sánchez cargaba contra Podemos, repitiéndole, hasta la saciedad “no, no, el enemigo es Rajoy no soy yo”. Hubo un momento en el que casi daba ganas de consolarlo y ofrecerle un pañuelo para que se sonara y enjugase las lágrimas.

Evidentemente, se trataba de una pantomima bien estudiada para poner en apuros al líder del PSOE que, si las encuestas no van equivocadas, se va a ver en la situación, poco airosa, de encontrase como tercera fuerza de la nación, precisamente por detrás del partido del señor Iglesias. No se van a producir más debates ni falta alguna que hacen, porque lo que tenemos que saber los ciudadanos, respeto a los cuatro aspirantes a gobernar esta nación, ya se sabe. Ha bastado ver como se han comportado durante el periodo en el que se estaban disputando la investidura y las traiciones que tuvieron lugar, para que ya sepamos el percal de cada uno de ellos. Una curiosidad: las veces que el señor Sánchez, del PSOE, hizo referencia al encargo del Rey de ofrecerle luchar para conseguir la investidura.

Se ve que estaba encantado con ello y, de hecho, todos tuvimos ocasión de observar el aire autoritario del que se invistió el señor Sánchez durante el tiempo que disfrutó de este estatus, hasta que fue repetidamente derrotado en el Parlamento de la nación. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, tenemos la sensación de que, el tiempo que resta hasta el día de las elecciones, no va a tener otro aliciente que el de observar si alguno de los líderes se baja de la peana para insinuar, como hizo el señor Iglesias, la posibilidad de ceder en su postura intransigente o si, por el contrario, la nueva votación no vaya a tener otro resultado que la del 20D y nos veamos abocados a unas terceras elecciones una situación que, como español, creo que sería nefasta para este país, sin embargo, no se puede descartar que, ante la tozudez y falta de flexibilidad de los cuatro aspirantes, pudiera volver a suceder.

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