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Diario YA


 

UN ALEPH EXCLUSIVO Y EXCLUYENTE

MANUEL PARRA CELAYA   En el curso de mis relecturas (que alterno gozosamente con las novedades), hoy me he vuelto a encontrar con Jorge Luis Borges y su cuento El Aleph. Para quien no lo haya leído, este título corresponde, según el autor, a la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada; un Aleph viene a ser como el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos o, para aclararlo o intrincarlo más, uno de los puntos del espacio donde están todos los puntos; y añade el argentino, para perfilar la idea en latín: un multum in parvo.
    Situado en un Aleph, el protagonista del cuento puede ver, simultáneamente, todos los lugares, sin superposición ni transparencia, en todos los tiempos. No hay ni que decir que estamos ante una narración del realismo mágico, de lo maravilloso superpuesto a lo real, que fue uno de los logros de la literatura hispanoamericana, si no fuera porque antes lo había cultivado con éxito la pluma gallega de Álvaro Cunqueiro.
    Descendiendo de lo literario mágico a lo sociológico, yo me quedo en la práctica con la perspectiva orteguiana, y así lo acabo de entender mucho mejor. Todos tenemos la nuestra -vamos a llamarla nuestro Aleph- que no es una prerrogativa individual, sino que se entrecruza con las perspectivas o alephs del resto de los seres humanos que pueblan nuestro mundo. Las visiones de cada cual pueden ser dispares, pero para ello está, en primer lugar, la verdad objetiva y, luego, el ejercicio del diálogo y la práctica diaria de la convivencia civil.
    Pero, en una mirada alrededor sin prurito de poseer ese punto privilegiado, se me ocurre que hay quienes entienden que disponen de un Aleph en exclusividad, como un privilegio que les ha sido concedido por alguna oscura deidad acaso perteneciente a ese mundo mágico y maravilloso, sacado de lo literario, y que le sirve a Borges como elemento en el que se sumerge prodigiosamente su imaginación: son los nacionalistas.
    En efecto, como hijos fieles y consecuentes del romanticismo falsificador de la realidad, los nacionalistas lo contemplan todo desde la prebenda de su aleph, que está situado precisamente, como no podía ser menos, en su Pequeña Aldea.
    Situados permanentemente en él, contemplan todos los tiempos de la historia, el presente y el futuro, que suele ser pluscuamperfecto. No importa que su visión retrospectiva no coincida con lo que realmente sucedió: esa es su verdad, o, mejor dicho y en términos más actuales, su posverdad. De este modo, por ejemplo, la revuelta de 1640 y la posterior venta a de Cataluña al rey francés, por acción del nefasto canónigo Pau Claris, se convierte en una suerte de protoindependencia; la guerra de Sucesión española pasa a ser de Secesión, en la que el patriota austracista Casanovas deviene en precursor de Carles Puigdemont; la última guerra civil española se transforma por ensalmo en lucha de los catalanes contra los invasores castellanos, y así sucesivamente.
    El presente enfocado desde el aleph nacionalista se empeña en chocar contra las evidencias, incluso contra las aspiraciones de la unidad del Viejo Continente, en una terca contradicción de la marcha de la historia hacia la integración de los pueblos; y el futuro, por supuesto, sería idílico si hubieran ganado, pues el aleph adquiere inequívocos tonos de color de rosa, que convierten en un cuento de hadas el paro, la sanidad, las pensiones, la enseñanza y hasta la puntualidad de los autobuses urbanos.
    Todo el orbe gira en torno a su perspectiva exclusiva y excluyente, y todos los aspectos -culturales y lingüísticos, políticos y religiosos, sociales y económicos- son vistos desde ese punto de vista, porque no son capaces de admitir que otros dispongan en su terruño de otro aleph similar; por eso, el nacionalismo es símbolo y causa de fractura social, y motivo, llegados al paroxismo, de contiendas que precisan de la anulación o exterminio del adversario. Confiemos en que no les dejen llegar nunca a eso.
    La condición indispensable para que cada uno de nosotros podamos aceptar que existen otras perspectivas -además de la cultura y la reflexión-  es la humildad; el método es, como ya se ha dicho, la capacidad de diálogo. Eso no implica asumir sin más la versión del que discrepa de nosotros, pero sí la capacidad de admitir que puede tener su parte de razón. Del diálogo puede surgir la verdad. si no es que existe un encasillamiento en la posverdad de moda, sea o no mayoritaria, como son el caso de las prédicas separatistas.
    Por eso no es posible el diálogo con los nacionalistas, pues los posibles planos de encuentro nunca se entrecruzan, sino que transcurren como paralelas orientadas al infinito.
    En el cuento de Borges, el protagonista confiesa al fin que, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido. Confiemos que, tras estos largos meses de pesadilla que nos han hecho vivir al resto de catalanes, el olvido les sirva a unos cuantos para curar la triste enfermedad del nacionalismo, que consiste en creerse en posesión absoluta de poseer un aleph.