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Diario YA


 

Osoro designa al mal como ignorancia

Roberto Esteban Duque, Sacerdote y doctor en Teología Moral. Para Lenin, arrancarse de su cuello una medalla devota y tirarla al suelo tras escupir en ella significaba, más que un empeño prometeico, todo un programa contra Dios y cualquier idea de trascendencia. Todo lo religioso es una indescriptible abominación, y el marxismo será el perfecto sustitutivo de la religión. Poco antes, el padre de Karl Marx -un tipo de arrogancia hiriente y creador de políticas agresivas- veía en los delirios maléficos de su hijo el espíritu de una naturaleza fáustica, fruto de la flaqueza humana, el orgullo, el egoísmo y la vanidad. Mientras que Marx motejaba a la religión como “el opio del pueblo”, Lenin la calificaría como “opio para el pueblo”, un aguardiente moral con el que los esclavos del capital pierden su aspecto humano y ahogan sus deseos de una vida digna de seres humanos.
   El 10 de marzo de 2011, la caterva marxista indignada, heredera de quienes preferían partir cabezas de manera despiadada a la posibilidad de acariciarlas, irrumpió en la capilla de Somosaguas de la Universidad Complutense de Madrid, coreando eslóganes como “vamos a quemar la Conferencia Episcopal”, “menos rosarios y más bolas chinas”, “frente al Vaticano poder clitoriano”, “el Papa no nos deja comernos las almejas” o “arderéis como en el 36”. Entre los participantes de semejante agresión física y de incitación execrable a la violencia, que busca su estúpida coartada en la libertad de expresión, se encontraba Rita Maestre, concejal del ayuntamiento de Madrid, leyendo un manifiesto en el que con saña se proferían dicterios ofensivos contra la Iglesia.
  Hasta aquí los hechos. Sin embargo, este siniestro suceso le parece a Carlos Osoro, arzobispo de Madrid y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española, un acto de ignorancia, porque quien así actuaba no sabía lo que hacía, “no sabe quién está en el Sagrario”. Maestre causaba ofensas a los sentimientos religiosos, mostrando con alborozo sus tetas, sin advertir el “tráfico” entre Dios y el hombre que allí ocurría; profanaba exultante un lugar de culto como quien devora sus hijos contra razón y justicia, desconociendo la verdad de sus actos; blasfemaba con impiedad sacrílega y homicida con la inocencia de un niño que juega a plena luz del día, ajeno a más normas que la sorda espontaneidad y el capricho brutal. Si supiera Maestre quién se encuentra en la Eucaristía, sin duda, comprendería cómo es capaz de alojarse en el corazón del hombre la misericordia más infinita con la ridícula miseria y absurda desvergüenza con que imposibilita el hombre el pleno desenvolvimiento religioso.
  El vicio más grave de la Iglesia es la venalidad de gran parte de su jerarquía, una dolencia ajena a la santidad por cuanto no sirve a Cristo sino a los fines de quienes sólo buscan silenciarlo. Cuando Manuela Carmena, flamante alcaldesa de Madrid, ha manifestado ya su deseo de identificar en rango la fiesta del Orgullo Gay con San Isidro, propongo que el día 1 de julio Osoro deje claro a sus feligreses si es Dios quien anda por las calles de Madrid sirviéndose del oprobio con sórdidas y muy costosas reivindicaciones o es el hombre quien oscurece Su presencia inoculando su ideología en ellas y obstinándose en el rechazo de la Creación. Una propuesta coherente después de soportar el deleznable espectáculo de utilizar un templo en Madrid con fines espurios, ofreciendo en él un homenaje a Pedro Zerolo, un líder político fallecido que hacía apología de la “ideología de género”.
  Frente al peligro de las ideologías secularizadas y anticristianas, identificadas en algunos partidos políticos, se encuentra la misión de resistir desde el esfuerzo ético que potencie la libertad al mismo tiempo que la limite. Frente a una Iglesia timorata y acomplejada que se hace a la medida de este mundo, conviene trascender la hipocresía de designar al mal como ignorancia, la falsedad oportunista y la impostura de verse ahora sorprendido en un inopinado extrañamiento por las tribulaciones del daño causado por el mismo arzobispo al ceder un templo a quien podría prever haría mal uso de él.

 

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