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Diario YA


 

Los 400 golpes de la segunda República (y 6): la Puerta del Infierno

 Laureano Benítez Grande-Caballero Una de las imágenes más terroríficas de la segunda República ―junto con el fusilamiento del Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles por parte de un pelotón de milicianos― tuvo lugar durante el homenaje que se rindió a la revolución rusa en Madrid en octubre de 1937, para festejar sus 20 años de andadura: en la puerta de Alcalá se colocó el escudo de la URSS, y las imágenes de Stalin, Litminov y Voroshilov. Ya no era la Puerta de Alcalá, sino la Puerta del Infierno.

Ése era el verdadero horizonte de la República: conseguir, a través de un proceso revolucionario que violentara la legalidad, la instauración en España de un régimen comunista de corte soviético. Hacia ese objetivo se encaminaron todos los actos golpistas que protagonizó.

La apoteosis golpista llegó con las elecciones de febrero de 1936, donde alcanzaron el poder los mismos que habían organizado o colaborado con el golpe a la República en octubre del 34.

La misma convocatoria de los comicios puede considerarse ya como una maniobra golpista, ya que Alcalá Zamora disolvió las Cortes de mayoría de las derechas ― «el parlamento fernandino», como solía decir― sin que hubiera ninguna causa para hacerlo, aprovechándose de la facultad constitucional que tenía para ello.

También puede considerarse golpista el terrorismo practicado por izquierdas durante la campaña electoral, con amenazas de muerte, y con advertencias de que jamás aceptarían un triunfo de la derecha. El objetivo programático del Frente Popular era vengarse del fracaso de la insurrección de 1934, que había desembocado en el encarcelamiento de muchos señalados militantes de la izquierda. Para ello, habían orquestado una conspiración de flagrante ilegitimidad que pretendía quebrar la legalidad para transformar la República en un sistema semejante al del PRI mexicano, eliminando «legalmente» a la derecha la oportunidad de conquistar el poder.

La derecha era plenamente consciente de esta conspiración, como lo demuestra Gil Robles en un discurso que realizó en Sevilla durante la campaña electoral, y que resultó premonitorio: «Habrá quien diga: a las derechas no les darán nunca el Poder. Y eso, ¿qué quiere decir? Si nosotros nos colocamos en el camino de la legalidad y pedimos el Poder apoyados en la fuerza que nos da el país, sería peligroso escamotearlo, porque cerrarnos la legalidad sería enseñarnos otro camino y ponernos en el trance de tomarlo por la fuerza». Convencidos de que el triunfo correspondería a las derechas, Alcalá-Zamora aconsejó a Manuel Portela ―el masón presidente del Gobierno― que echase una mano a las candidaturas de izquierda: «Procure no quitarles un acta, y aun favorecerlas explícitamente en cuanto pueda». Nada más empezaron a difundirse los primeros resultados de los comicios ―justamente los que se referían al voto urbano, mayoritariamente de izquierdas―, las hordas descontroladas tomaron las calles, con la intención de sembrar el miedo en las instancias encargadas del recuento, y también para exigir la reposición en sus cargos de todos aquellos que habían participado en la intentona golpista de 1934.

Su táctica consistía en echarse a la calle bajo la excusa de la celebración de unos comicios cuyos resultados todavía no se conocían, pero cuyo verdadero objetivo era asaltar los gobiernos civiles y las alcaldías. Las bandas de matones, gorilas y terroristas formadas por toda la caterva de izquierdistas sembraron al terror, y el vacío de poder subsiguiente fue aprovechado para manipular la documentación electoral y hacerse con el control de las urnas.

Portela, ante la gravedad de los hechos, propuso declarar el estado de guerra durante el recuento, pero Alcalá Zamora se negó, con el fin de no provocar más altercados por parte de las hordas rojas, y para no dar argumentos a un golpe de estado reaccionario, que era lo que más tenía. Su mujer, ante el gravísimo cariz que tomaron los acontecimientos, buscó refugio en el Palacio de Oriente. El mismo Azaña ―nombrado presidente el 19 tras la cobarde dimisión de Portela, que huyó, totalmente aterrorizado, por el sesgo de violencia descontrolada de las hordas izquierdistas― describía aquellas manifestaciones golpistas diciendo que los gobernadores «habían huido casi todos, nadie mandaba en ninguna parte, y empezaron los motines». Alcalá-Zamora explicaba en sus memorias ―robadas de la caja fuerte de un banco madrileño en 1937 por asaltantes izquierdistas, y recuperadas en 2008 gracias a la intervención de los historiadores César Vidal y Jorge Fernández-Coppel― que Manuel Becerra ―Ministro de Justicia―, «de los datos que debían escrutarse, calculó un 50% menos las actas, cuya adjudicación se ha variado bajo la acción combinada del miedo y la crisis».

Al igual que sucede con las elecciones de 1931, tampoco tenemos datos oficiales de las que se realizaron en 1936, lo cual hace ya sospechar de la legalidad del recuento, efectuados ya con gobiernos izquierda instalados fraudulentamente en el poder. Pero lo que sí ha quedado meridianamente claro es que las elecciones sufrieron una fraudulenta manipulación por parte de las izquierdas, como han demostrado las exhaustivas investigaciones de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa en su libro «1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular», totalmente objetivas y científicas, las cuales demuestran que, aunque solamente se manipularon algo más de 150.000 votos de un total de 8 millones, esa cantidad fue suficiente para que cambiaran decisivamente de signo los escaños que la izquierda necesitaba para hacerse con la mayoría absoluta. Los casos más significativos fueron los de A Coruña, Tenerife, Las Palmas, Lugo, Pontevedra, Valencia, Jaén, Murcia, Granada, Cáceres y hasta Málaga. Según la secretaría general de la presidencia de la República, las izquierdas obtuvieron 4.358.903 votos, y las derechas 4.155.126. Sin embargo, el Gobierno de Portela entregó a Alcalá Zamora en las horas posteriores a los comicios unas previsiones de reparto de actas que daban un resultado totalmente diferente, ya que otorgaban el triunfo a la CEDA con 134 escaños, que superaron incluso los 115 obtenidos en 1933. Frente a esto, el PSOE sólo lograba 55, 4 menos que las anteriores elecciones, y el PCE solamente dos.

El segundo pucherazo tuvo lugar con la segunda vuelta electoral, que se hizo con el Frente Popular plenamente instalado en el gobierno, ya que ―huido Portela―, el gobierno al que legalmente le hubiera correspondido efectuar el recuento se había disuelto. Con los mecanismos del poder en sus manos, el Frente Popular ordenó la repetición de las elecciones en aquellas circunscripciones ―por ejemplo, Granada y Cuenca― en las que la derecha había ganado por estrecho margen. Celebradas en un ambiente de inseguridad y terror, que provocó que ningún candidato de la derecha quisiera presentarse, los nuevos comicios arrojaron los resultados que cabría esperar. Manuel Becerra le confesó a Alcalá Zamora que por lo menos 50 habían cambiado de la derecha a izquierda durante el pucherazo.

El mismo Alcalá-Zamora denunciaba el pucherazo en sus «Memorias»: «A pesar de los refuerzos sindicalistas, el Frente Popular obtenía solamente un poco más, muy poco, de 200 actas, en un Parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante; pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla, consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia». Por si esto fuera poco, se procedió a una «revisión de actas» que quitó muchos escaños a la derecha, constituyéndose el 17 marzo una comisión en el Congreso para revisar las actas denunciadas, presidida nada más y nada menos que por Indalecio Prieto, el socialista que iba con pistola a las sesiones de las Cortes.

Solamente 187 actas ―de un total de 450― estaban libres de impugnaciones. A pesar de la alevosa manipulación de las actas por parte de la izquierda, el 20 marzo el periódico del PSOE «El Socialista» escribió que «ni un solo diputado de derechas puede afirmar que alcanzó limpiamente su escaño». Tras este segundo pucherazo, cambiaron de destino 32 actas, que fueron a parar en su inmensa mayoría a la izquierda. De 101 diputados, la CEDA pasó a tener 88, mientras que el PSOE subió de 88 a 99. El último acto de este espectáculo golpista fue la destitución ilegal de Alcalá Zamora el 8 de abril, votando solamente cinco diputados en contra de su remoción, lo cual convirtió a Azaña en nuevo presidente de la República.

La campaña de terror de las turbas marxistas continuó después del golpe de estado perpetrado fraudulentamente por las izquierdas, contradiciendo así las promesas de moderación que Azaña había manifestado al acceder a la presidencia del Gobierno: «Tranquilizar los ánimos, asentar la democracia, aplicar lealmente el programa electoral, democratizar el ejército para evitar situaciones como las de las últimas horas [tras el triunfo del frente popular, hubo rumores de golpe de Estado], aprobar la amnistía [para los represaliados de la revolución de octubre], restablecer el orden, aplicar la ley». Estas promesas habían llevado a la derecha a confiar en ellas, no decidiéndose a denunciar los numerosos atropellos que habían desembocado en el alevoso pucherazo.

A pesar de estas promesas, el mismo Azaña, solamente después de un mes de gobierno, daba el siguiente «parte de guerra»: «Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes, Madrid, tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas… Han apaleado a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol a dos oficiales de artillería; en Logroño acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó Gobierno (menos de un mes antes), y he perdido la cuenta de las poblaciones en que se han quemado iglesias y conventos. Con «La Nación» (periódico de derechas) han hecho la tontería de quemarla». La República dio 400 y más golpes a la legalidad y a la legitimidad, pero no pasaron. Pues, en esto, llegó Franco, y les dio el golpe de gracia.