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Diario YA


 

“Somos hispanos e devemos chamar hispanos a quantos habitamos a penincula hispana”.

La Hispanidad ha muerto: Réquiem por España

Josele Sánchez. Ganador del concurso literario Fuerzas Armadas por su obra "Viva la muerte".
Nunca me había costado tanto escribir un artículo como el que ahora empiezo porque teorizar sobre la Hispanidad, con la que está cayendo, sólo soy capaz de hacerlo por tal de cumplir con el compromiso que adquirí hace un par de meses con la dirección de este periódico. Estoy sentado ante el teclado de mi ordenador intentando hilvanar cuatro frases coherentes pero, mal que me pese, no puedo quitarme de la cabeza la situación límite en la que se encuentra España, acaso la mayor amenaza a su continuidad como nación vivida a lo largo de siglos de historia ¿Cómo divagar, pues, sobre cuanto se deriva de la llegada de las naves capitaneadas por Cristóbal Colón a las paradisíacas playas dominicanas? ¿Cómo remontarme hasta un 12 de octubre de 1492 con lo que está ocurriendo, aquí y ahora, un 29 de septiembre de 2.014? No le faltaba razón a Ramiro de Maeztu, acaso el mayor estudioso de la Hispanidad, cuando decía: “Es posible que los padecimientos de España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma”.
Hace cuarenta y ocho horas el presidente de la Generalidad de Cataluña firmaba un decreto convocando al pueblo catalán a un referéndum secesionista para el próximo nueve de noviembre y hoy mismo, el presidente del Gobierno de España, ha anunciado la interposición de un recurso ante el Tribunal Constitucional que, de manera cautelar, paraliza la consulta pretendida por los independentistas catalanes. Desconozco cuál será la situación en el momento en que usted esté leyendo este artículo. Se ha tensado tanto la cuerda que cualquier cosa puede ocurrir, desde el no acatamiento de la suspensión del referéndum por parte del presidente de la Generalidad, hasta la salida a las calles de miles y miles de catalanes dispuestos a votar con urnas o sin urnas; desde la suspensión preventiva de la Autonomía de Cataluña y de todas sus instituciones, hasta la utilización del ejército para hacer cumplir con la legalidad vigente… De lo único que estoy convencido, sea cual sea el resultado final de este órdago separatista, es de que habrá para siempre un antes y un después en la historia compartida, tantos siglos en común, entre España y Cataluña. Hasta aquí nos han llevado los últimos treinta y cinco años de constituyentes mediocres, de ambiciones separatistas mezquinas, de concesiones gubernamentales inadmisibles, de corruptelas y descrédito que han afectado por igual a monarquía, gobernantes y políticos españoles y catalanes.
Así las cosas, entenderán lo extremadamente difícil que resulta escribir sobre los tiempos en los que el “Non Terrae Plus Ultra” perdió todo su sentido para rendirse ante el nacimiento de un nuevo mundo capitaneado por España. Y es que así define la Real Academia de la Lengua el término Hispanidad: “Carácter genérico de todos los pueblos de lengua y cultura hispánica. Conjunto y comunidad de los pueblos hispánicos”.
¿Tiene Cataluña un carácter diferente al resto de los pueblos de lengua y cultura hispánica? ¿No pertenecen los catalanes al conjunto y comunidad de los pueblos hispánicos?
Tan sólo por citar una definición suficientemente ilustrativa de lo que significa ser hispanos, ya sostenida en 1849 y no por un español sino por el portugués Alemida Garret: “Somos hispanos e devemos chamar hispanos a quantos habitamos a penincula hispana”. ¿No son también los catalanes habitantes de la misma península?
Hace ochenta años afirmaba Ramiro de Maeztu: “Es evidente que todos nuestros males se reducen a uno sólo: la pérdida de nuestra idea nacional. A falta de ideal colectivo, nos contentamos con vivir como podemos. Y así se nos encoge la existencia, al punto de que han dejado de influir nuestros pueblos en la marcha del mundo”.
Y yo me pregunto, ¿qué ha pasado para que los españoles hayamos perdido nuestra “idea nacional”? Creo que la respuesta es compleja y extensa y que no debe ser despachada en un par de párrafos que, acaso, no sean el objeto de este artículo. A pesar de ello algo debemos reflexionar al respecto: ¿cómo se redactó la Constitución Española de 1978? ¿por qué se dio cabida al término nacionalidades históricas? ¿por qué se cedió a las autonomías las competencias en materia de educación, una asignatura básica para el mantenimiento y fortalecimiento de la “idea nacional”? ¿qué ejemplo ha dado la monarquía, tal y como manda el ordenamiento constitucional, como símbolo de la indisoluble unidad de la patria?¿qué valores, como sociedad, hemos ido perdiendo por el camino? ¿qué falta de sensibilidad han tenido los diferentes gobiernos de España con sus diferentes regiones? ¿qué afrentas se han cometido desde Madrid contra el sentimiento de catalanes, vascos, valencianos o gallegos?
Cuando los españoles colonizamos América existía una rebosante “idea nacional”, un marcado orgullo en la propia identidad que permitió la fusión frente a la absorción, la sanísima contaminación, el mestizaje de razas y culturas sin reservas hacia lo que venía del otro, hacia lo autóctono, en contraposición con lo que hicieron otros países que, como los Estados Unidos, sencillamente exterminaron al indio. España supo ser fundadora antes que conquistadora porque estaba orgullosa de sí misma y ese sentimiento de diferencia, “el sentido hispánico” que como explica el profesor Alberto Buela en su artículo “la Hispanidad vista desde América”, fue: “la diferencia que funda la igualdad, a la inversa que el sentido moderno, en donde la igualdad elimina la diferencia en busca de la nivelación, lo que produce el extrañamiento de sí mismo y del otro. De allí a la muerte del hombre, sólo resta un corto trecho”.
Ese “sentido hispánico” que dio origen al nacimiento de un nuevo mundo no provenía de la soberbia, los españoles no se creyeron nunca un pueblo superior sino que lo que entendían como superior era su misión y su credo, un ideal supremo que, además, lideraba de manera oronda la monarquía. Un ideal que se basó en la fe católica y en su afán de difusión por el haz de la tierra.
Pero España fue perdiendo su “idea nacional”, “el sentido hispánico”, sus propios valores como nación. Se esfumó la fe y se impuso el relativismo, la falsa modernidad y el igualitarismo que no era otra cosa que la construcción de un nuevo totalitarismo de orden mundialista. A la pérdida de un sentido trascendente de la vida le siguió la indiferencia, la ausencia de una misión colectiva, la merma de todo ideal supremo. Monarcas egoístas, políticos corruptos e intelectuales mediocres convirtieron a la gran España en una institución desnaturalizada y carente de cualquier propósito colectivo.
Habiendo abandonado la “idea nacional”, nada queda ya de esa Hispanidad, de ese “sentido hispánico” empíreo y solidario.
Igual que Judas vendió a Jesucristo por treinta monedas, España vendió Filipinas a los Estados Unidos por un puñado de dólares. Los pueblos de América se impregnaron de la misma mierda que le llegaba desde España: políticos corruptos, una nueva oligarquía reaccionaria, terratenientes y toda una casta de vividores a costa del sufrimiento ajeno. Las naciones de América, ricas en su momento, fueron estableciéndose en la pobreza y en la pereza de cambio, en la falta de ideales capaces de transformar sus injustas estructuras sociales. Murió el Imperio Español porque España no supo ser ejemplo, ni madre, ni tan siquiera hermana, porque España se comportó como madrastra que ignora a unos hijos a quienes ni si quiera reconoce como propios e incluso de los que llega a avergonzarse. América se descompuso en una veintena de repúblicas de opereta, de abusos y desigualdades a imagen y semejanza de la corrupción y la insolidaridad exportada desde la península Ibérica. Y cuando América comenzó a despertar, España no estaba como para sumarse a nada ni a nadie: la Revolución cubana (sin la cual resulta imposible entender hoy en día la realidad de Hispanoamérica), el justicialismo argentino, la Revolución Sandinista, Chile, la Teología de la Liberación, México, El Salvador, Honduras, Guatemala, la Revolución Bolivariana… España ha permanecido al margen y eso cuando no se ha puesto de parte de los tiranos. Por perder, España ha perdido hasta el término de la Hispanidad para dar paso al vocablo “latinoamérica”, una cursilada estúpida desde un punto de vista intelectual pero malintencionada desde su propio nacimiento.
España va a la deriva, carece de rumbo y de objetivo. España no es capaz, si quiera, de administrarse de una manera justa. España no está para liderar a nadie, ni siquiera posee el coraje necesario para liderarse así misma.
Esta es mi triste visión de la Hispanidad rozando el primer quindenio del siglo veintiuno.
 

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