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La figura de Francisco Ximénez de Cisneros cinco siglos después

PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO La figura de Francisco Ximénez de Cisneros cinco siglos después
Descartando la mezquindad y la miseria intelectual de la “cultura oficial” y sus responsables, resulta difícil entender por qué está pasando inadvertido el quinto centenario del fallecimiento de Gonzalo Jiménez de Cisneros, acontecido en Roa el 8 de noviembre de 1517.
A todas luces quien fuera Gonzalo en el Siglo y, al profesar en la Ordo Fratrum Minorum (comúnmente Franciscanos) y en homenaje a San Francisco de Asís, su santo fundador, adoptara el nombre de éste, es uno de los personajes más notables e influyentes de Castilla y, probablemente de su época. Gran político, piadoso clérigo  y notable humanista.
Como clérigo fue, entre otros cargos y dignidades, provincial y visitador de su orden, arzobispo de Toledo, cardenal primado de España, gran inquisidor de Castilla, o confesor de la reina Isabel la Católica. Entre sus cargos políticos destacan los de Regente de Castilla tras la muerte de Fernando el Católico y Presidente del Consejo de Regencia tras el fallecimiento de Felipe el Hermoso. En el campo de la cultura resalta por ser el fundador de la Universidad de Alcalá de Henares y disponer la edición de la Biblia Políglota Complutense. Con estas pinceladas sobra para resaltar la dimensión e influencia de este hombre extraordinario en la difícil época que le tocó vivir en una Castilla que había terminado su reconquista del Islam, había abierto las rutas del Nuevo Mundo y estaba en pleno proceso de unificación de los reinos que conformaban el mosaico peninsular; así como en una Europa de transición entre la edad media y el Renacimiento de la Edad Moderna.
Cisneros representa el espíritu que busca la reforma mediante el impulso moral e intelectual, pudiendo sintetizarse su obra en dos palabras: moralista y erudito; por la primera es un hombre que pertenece a la Edad Media, por la segunda al Renacimiento y al Humanismo. Y su condición de provincial de la Orden Franciscana le permitió conocer la relajación de costumbres que imperaba en muchos religiosos coetáneos y promover una vuelta a la rectitud y observancia de los religiosos, primero de los franciscanos y, posteriormente, nombrado por Fernando cardenal e Inquisidor General del reino, entre todo el clero secular y regular, para lo que contaría con el apoyo de la Corona y de la propia Santa Sede.
Gracias, en buena medida, a dicho cuidado en promover la rectitud y observancia de los religiosos, se puede decir que a Cisneros debemos el que la Reforma Protestante no arraigara en España. En efecto, las provisiones adoptadas por Cisneros hicieron posible una reforma efectiva, que tendría sus cumbres en las reformas promovidas años después por San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, que perfeccionaron y santificaron sus órdenes y la Iglesia, pero sin rupturas, frente a la falsa reforma de Lutero, que causó la división y el cisma al introducir profundos cambios en la fe, en la moral, la liturgia y la disciplina y obediencia.
Así el renacimiento religioso impulsado por Cisneros, reforzado por hombres como Hernando de Talavera, arzobispo de Granada, y continuado más avanzado el S. XVI por reformadores como San Pedro de Alcántara, Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz… gozó de resultados profundos y permanentes, permitiendo el perfeccionamiento de las órdenes monásticas y del alto clero, hasta el punto que, en los años cruciales de la Reforma, la jerarquía religiosa española pudo desempeñar un papel de primera magnitud en los concilios eclesiásticos, en especial en el Concilio de Trento. El historiador franciscano José García Oro señala la centralidad de la figura de Cisneros en el ámbito de la reforma de la Iglesia con palabras como: “Sólo personalidades señeras, como Francisco Jiménez de Cisneros, descubierto a tiempo por la intuición de la Reina Isabel, reunían en su persona esta doble fidelidad al pasado y al presente y estuvieron en condiciones de realizar obras y empresas de gran futuro en el campo de la reforma eclesiástica”.
Por esta razón, no es temerario conjeturar que la oportuna reforma de la Iglesia española iniciada bajo los auspicios la Monarquía y de Cisneros, en no pocas ocasiones con independencia de Roma, a cuyo renacimiento religioso se anticipó en muchos años, fuera una de las principales causas que evitaran que arraigara en los reinos de la Península el protestantismo que poco tiempo después se extendería por Europa, incluso por dominios de la Corona de Carlos V, como una plaga.
Francisco Jiménez de Cisneros es un apasionante personaje de la historia de España, tanto por la complejidad de su biografía, como por la grandeza de su ánimo, tan probada en todas sus empresas, desde los campos de batalla de Orán o la Corte y Curia castellanas hasta las aulas y colegios universitarios. El Cardenal fue un pilar fundamental del sostenimiento de la paz en una Corona de Castilla que, entre otros problemas y adversidades, afrontaba su consolidación frente a las grandes familias de la nobleza, su expansión de ultramar y la unificación de los reinos de Isabel y Fernando y sus descendientes.
En este último ámbito y en su función de Regente, se vincula la figura de Cisneros con la historia de Navarra tras la incorporación por vía dinástica de este reino a la Corona Castellana y los avatares de la campaña de 1516 y 1517, que culminaría con la demolición o allanamiento de las defensas de casi todas las fortalezas navarras.
Sin embargo y contra todo lo que la maledicencia quiera difundir, esto no representa ningún ensañamiento ni humillación para el reino de Navarra en particular, sino, tan sólo, una continuidad de la política empleada por los Reyes Católicos en su lucha general para afirmar la autoridad regia frente a los nobles y señores feudales de la época, quienes veían el peligro que una Corona unida y fuerte representaba para sus particulares intereses y banderías.
Isabel y Fernando comprendieron y aplicaron la necesidad, en aras de un Estado moderno, de una política de sometimiento de la nobleza feudal en los distintos reinos de sus extensas monarquías. Y una parte esencial de esta política era el abatimiento de aquellos lugares en que los nobles levantiscos y sus mesnadas se hacían fuertes.
Muchos precedentes prueban que lo ordenado por Cisneros en Navarra fue una continuidad y no ninguna excepción. En 1481 el gobernador Acuña y el corregidor Chinchilla acometieron la demolición de 46 fortalezas gallegas; lo mismo acontecería en Andalucía, Extremadura, Castilla, Sicilia… con el derribo y explanación de cientos de fortificaciones que no eran necesarias para la defensa de los reinos. También pudo pesar en la medida de Cisneros “la consideración de que con estas demoliciones se iban a ahorrar los grandes gastos que fuera forzoso hacer en sustentar las guarniciones de tantas plazas en reino nuevamente conquistado”.
Esta política venía, también, acompañada de otras medidas como las peticiones de las cortes de Madrigal (1476) o Toledo (1480) en el sentido de que se derogaran las mercedes otorgadas a villas y ciudades por monarcas anteriores y, particularmente por Enrique IV en el contexto de la disputa entre Juana e Isabel por sus derechos al Trono. Estas medidas rescatarían para la Corona numerosos bienes, derechos y tierras que habían sido de realengo.
Desde la incorporación, en 1512, de Navarra a la Corona de Castilla, el rey Fernando había evitado la adopción de medidas similares en atención a a las tradiciones del Reino, cuyas leyes, usos y costumbres se había propuesto mantener. Sin embargo, la fracasada intentona de conquista del territorio por los franceses y la casa de Albret de 1516, puso al Regente Cisneros en el trance de tener que dar la orden de demolición de los castillos y fortificaciones hostiles, para lo que contó con la colaboración de Gonzalo Villalba, coronel del ejército mandado en 1512 por Fadrique Álvarez de Toledo, duque de Alba, que ya se había distinguido en la batallas de Pamplona y Velate.
En una carta al Cardenal Cisneros Villalba se expresa en estos términos: “Navarra está tan baxa de fantasía después de que vuestra señoría reverendísima mandó derrocar los muros, que no ay ombre que alçe la cabeza... Proveymos que algunos muros de algunas villas y lugares del Reyno de Navarra se derrocasen y echasen por el suelo porque era cosa dificultosa haver de poner en cada lugar gente de guarda... De esta manera el Reyno no puede estar más sojuzgado y más sujeto, y ninguno en aquel reyno tendrá atrevimiento ni osadía para se revelar”.
Aunque tal actitud ha dejado en Navarra un recuerdo perdurable, hay que alegar, en su defensa y para su comprensión, que no se trataba tanto de humillar al reino cuanto de una prevención militar con el propósito –y el tiempo le daría la razón- de disuadir a los enemigos de la Corona de no servirse en un futuro de castillos y plazas fuertes como baluartes del resentimiento entre agramonteses y beaumonteses, excluyendo ulteriores usos de dichos reductos como albergue de más intentos de rebeldía.
Tal parecer se ve reforzado por el cronista Alvar Gómez de Castro, quien deja constancia de que los agramonteses veían con regocijo caer con estrépito los castillos de Mendigorría, Lumbier y otros muchos de la facción beaumontesa, y los beaumonteses, a su vez, aplaudían la demolición de las ciudades contrarias, mientras gran parte del pueblo bendecía la piqueta que arruinaba las mazmorras donde tantas lágrimas habían derramado.
Tal medida de Cisneros radicaba en buena parte en su sospecha, recogida por el cronista Alesón, de la lealtad de ambos, pues en cofres del mariscal Pedro de Navarra se hallaron cartas del marqués de Falces, del conde de Lerín y de otros señores que habían tenido contactos con Juan de Albret y, al parecer, se habían arrepentido de haber ayudado a los castellanos.
Igualmente conviene resaltar que no toda la destrucción fue obra de Gonzalo Villalba. También intervinieron otros personajes como Diego Martínez de Álava, Furtado Díez de Mendoza o el duque de Nájera. Si, como señala Martinena, Navarra llegó a tener cien castillos en la época medieval, las guerras con Castilla y las luchas entre agramonteses y beaumonteses causaron la ruina de algunos y tras la conquista en 1512 otros fueron demolidos. “Solo se salvaron los que habían pasado a poder de linajes poderosos, como los Beaumont o los Peralta. Algunos, como el de Javier, fueron simplemente despojados de sus elementos defensivos, otros fueron derribados y sus ruinas acabaron siendo canteras gratuitas, de las que se sacaba la piedra para construir casas o reedificar iglesias”; y añade Martinena que los 19 hitos que han sobrevivido al paso del tiempo ahora  “dan una idea de la historia del Viejo Reyno”.
A quien hace del Cardenal otra víctima de nuestra Leyenda negra no está de más recordar que hubo castillos y plazas que, por diversas razones fueron respetados y sobrevivieron a la medida cautelar del Cardenal y Regente Cisneros, fuera por su interés estratégico (Pamplona, que sería renovado y fortificado con el tiempo hasta la edificación del conjunto de Ciudadela y Murallas que hoy admiramos, y algunos del Pirineo, como Maya, San Juan de Pie de Puerto y Peñón); por razones de parentesco y alianzas de los señores navarros con los castellanos (castillo de Javier, al que se privó de los elementos defensivos respetando la zona de vivienda; el castillo de Tudela o las murallas de Puente la Reina o Lumbier…).
Debe aclararse también que, en último término, a la hora de explicar la ruina de los castillos y murallas de Navarra ha triunfado, en no pocas ocasiones, la imaginación sobre los hechos, porque tal ruina no se debe exclusiva ni principalmente al azote de Castilla ni a Cisneros. Con el transcurso del tiempo, igual en otras partes de España y Europa, la causa estriba en la modernización de las técnicas militares y en el crecimiento demográfico, en que muchos castillos perdieran su función estratégica y fueran convirtiéndose en palacios o se arruinaran y acabaron desmantelados, aprovechando los lugareños sus piedras para diversas funciones y construcciones civiles y religiosas. Y ni hay que olvidar la invasión francesa, causa del incendio por Espoz y Mina del castillo de Olite o las guerras carlistas, cuyos cañoneos costarían la ruina de fortalezas como la de San Esteban de Villamayor de Monjardín.
Según los registros de la Cámara de Comptos, la Real Hacienda se beneficiaría en siglos posteriores con la venta de terrenos y de piedra proveniente de castillos, palacios, fosos y murallas. En otros casos serían los particulares quienes usurparían sus espacios y fueron enajenando los sillares. También es una constante en nuestra historia que, cada vez que los franceses amenazaban con cercar Pamplona, las autoridades se apresuraban al derribo de casas, torres o ermitas que bien entorpecían la defensa, bien podían brindar refugio y cobertura al enemigo.
Cisneros entendió que, a veces, para derribar hay que construir y, cinco siglos de historia lo demuestran, el espíritu no se erosiona como el mineral y la obra de los Reyes Católicos y su Regente, el Cardenal Cisneros, prevalece sobre las piedras, derribadas o no. Bien pueden traerse aquí a la memoria las palabras de Prosper Boissodanne: “En este reino dividido por las facciones, minado por la anarquía, la idea de Patria no existía todavía […] Los fueros fueron respetados y las facciones no pedían nada más. La comunidad de raza, lengua, costumbres e intereses, facilitó a su vez la unión: la victoria de los castellanos no era la de una nación sobre otra. No tuvo más resultado que la expulsión de unos príncipes más franceses que españoles, pero en Navarra no había cambiado nada, excepto la dinastía”.
En conclusión, la dimensión extraordinaria de la figura del Francisco Ximénez de Cisneros –franciscano que nunca renunció a su hábito, aunque, cuando las circunstancias lo requerían, lo revestía externamente con los ornamentos de su dignidad de Cardenal Arzobispo de Toledo, y Regente de en la transición de un reino en crisis al Imperio en que no se pondría el sol- por su complejidad biográfica, por su grandeza de ánimo demostrada en tan variadas empresas como la Biblia Políglota y la Universidad Complutense, la campaña de Orán y el sostenimiento del equilibrio y la paz en la Corona de Castilla, resalta entre los grandes protagonistas de la Historia de Castilla, de España y del Mundo por cualidades tan diversas y sobresalientes como su religiosidad, mentalidad jurídica, sensibilidad intelectual, sagacidad política o energía en el gobierno, de lo que da testimonio su histórica frase, dirigida ya con 85 años a los levantiscos nobles y magnates, mientras mostraba un batallón de artillería formado en línea de combate: “¡Estos son mis poderes!”.