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Diario YA


 

LA ESTULTICIA DE UN HISTORIADOR

Manuel Parra Celaya.
    Empezaré por confesar humildemente que siempre me he sentido atraído por la cultura y la tradición británicas, y en esto coincido con muchos españoles empezando por José Antonio Primo de Rivera. Esta atracción tiene un origen literario infantil, pues me la despertaron aquellas aventuras de Guillermo Brown, de la escritora Richmal Crompton, que eran por cierto desaconsejadas en mi colegio por su contenido transgresor. Más tarde, vinieron a mi biblioteca, para ser devorados, Agatha Christie, Chesterton y muchos otros, ocupando la cabecera el gran Rudyard Kipling, cuyo poema If también preside mi despacho (y esto no es coincidencia).
    Claro que, si miramos hacia la historia, me separan de la Gran Bretaña, por el contrario,  miles de sus páginas, que no es preciso detallar aquí porque están en la memoria de cualquier español ilustrado (es decir, anterior o superviviente de la ESO), que sabe, por ejemplo,, de Enrique VIII, de la reina Isabel, de Drake, de Cromwell y de nuestro Blas de Lezo, el que hizo doblar el espinazo y el orgullo a Lord Vernon.
    Y, si atendemos a la política en concreto, me apartan de esa atracción, por supuesto Gibraltar, Las Malvinas y otras cosillas de ese jaez; y, como europeo, me entristece profundamente el Bréxit, por lo que tiene de retrógrado, y en esto coincido con muchísimos jóvenes británicos.
    Reconocidas mis filias y mis fobias con respecto al Reino Unido, concretaré hoy las segundas en la persona de Paul Preston, diz que historiador e hispanista, que ocupa, por cierto, la cátedra Príncipe de Asturias del London School of Economics. De este personaje intenté leer su biografía de Franco -y aviso que las he leído de todos los colores y opiniones-, pero desistí del propósito nada más leer la dedicatoria del libro, impropia de alguien que pretende investigar con un mínimo de objetividad, y las primeras páginas, donde afirma con toda seriedad que el fusilamiento de Luis Moscardó fue una leyenda inventada por los sublevados; si lo primero era una prueba de retorcimiento moral, lo segundo era demostración de estupidez, y no sé qué es peor.
    Pues bien, resulta que Mr. Preston mete ahora cuchara en el caso del separatismo en Cataluña, y, tras confesar que It´s complicated, se saca de la manga la teoría de que el origen del problema actual es que los catalanes quisieron reformar su Estatuto de Autonomía y el PP se opuso a ello; apuesta porque los catalanes puedan decidir en un referéndum su derecho a la independencia y le parece muy mal, pero que muy mal, que se mantenga en prisión a los presuntos golpistas. Todo ello lo dice en un artículo publicado en la revista estudiantil The Beaver (que creo que se traduce El castor, pero no me hagan mucho caso).
    Preston se une con estas estupideces al desafinado coro de voces que, por malicia o por ignorancia, jalean el desaguisado de los secesionistas, ese que hemos sufrido muchos otros catalanes y todos los demás españoles, como la tal Jenifer Clement, presidenta del PEN internacional, cuyas afirmaciones motivaron el digno portazo de Mario Vargas Llosa a esa asociación de escritores.
    Carezco de datos para saber si Paul Preston es ferviente partidario del Bréxit, pero me inclino a creer que es así. Es curioso que quienes en diversas naciones europeas van jaleando las intentonas del separatismo en España son quienes defienden posturas eurófobas e identitarias; será porque todos los nacionalismos se parecen entre sí como un huevo a otro huevo. En cambio, los considerados como unionistas (de la unidad de España y de la unidad de Europa) vienen haciendo un respetuoso corte de mangas a las maniobras que intentan internacionalizar el conflicto.
    También es curioso que el Estado español y sus embajadas y consulados no pongan toda la carne en el asador para explicar con pelos y señales todos los elementos jurídicos, políticos, económicos y morales que acompañan el procés, desde las cuentas andorranas de los Pujol, los tejemanejes de Mas, la cobertura financiera de los periplos de Puigdemont y el racismo de Torra, por poner algunos ejemplos. ¿No está en manos del Estado, miembro de la UE, y de sus instituciones evitar que en algún rincón del planeta se considere como una verdad lo que es la gran mentira?
    De momento, en lo personal, ya tengo otro agravio que añadir al permanente contencioso del Peñón; si España limita al sur con la vergüenza de Gibraltar, nuestro Estado prueba el corto alcance de sus mensajes y, de esta forma, limita al noroeste con la estulticia de Paul Preston.