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Diario YA


 

Es de suponer el impacto publicitario que tendrá la reconversión de personajes tan queridos en los nostálgicos adultos

ESTO TIENE TRUCO

Manuel Parra Celaya.
    No sé si recuerdan este popular timito que acuñó -corríjanme si me equivoco- el cómico y showman Joe Rígoli hace bastantes años, pero, sea o no correcta mi atribución al personaje, es aplicable a todo un mundo artístico, televisivo y cinematográfico en nuestros días a escala planetaria.
    Pues resulta, por ejemplo, que, ahora, Epi y Blas, los muñecos que hicieron las delicias de un par de generaciones por lo menos, han devenido en pareja homosexual, gays, salidos del armario o se han hecho mariquitas, como un diría un castizo desafiante a las implacables leyes de género. Al parecer, su guionista, Mark Saltzman, ha querido reflejar en sus criaturas de ficción su peripecia personal y utiliza en consonancia a sus títeres (nunca mejor dicho) para propagar la ideología LGTBI, y perdonen si me olvido de alguna letra…
    Es de suponer el impacto publicitario que tendrá la reconversión de personajes tan queridos en los nostálgicos adultos y, especialmente, en los niños, adoctrinados a través de una de las series infantiles de más arraigo.
    Cambiando de figuras, que no de tema, confieso que soy escasamente aficionado al cine comercial de nuestros días y solo asisto a una proyección tras informarme concienzudamente y, sobre todo, escuchar las críticas de amigos fiables. No obstante, el otro día, quizás para despejar la mente de asuntos más preocupantes relativos a la política, alcancé a ver en la pantalla de televisión una versión moderna de Blancanieves y los siete enanitos; disculpen la falta de referencias con respecto al director y demás fautores, porque la vi empezada y sin ganas posteriores de indagar.
    En esta película, se intercala con toda claridad un mensaje feminista, pues es la valiente princesa la que estampa el beso salvador a un atontado príncipe, y otro multicultural, pues los enanos de marras -transformados de su papel de rudos picapedreros en pícaros y bandidos simpáticos- cuentan entre ellos con representaciones étnicas de todos los lugares del mundo.
    Como tercera anécdota de estas líneas, no me resisto a confesar que, en otra ocasión cercana en que las noticias del telediario me habían sumido en una especie de shock mental, también me planté ante la pequeña pantalla  para ver una excelente película, El ilusionista, dotada de una trama policíaca-fantástica bastante aceptable y ambientada en Viena a principios del siglo XX; en las escenas finales, el heredero del trono austrohúngaro, que no tiene desperdicio como malvado, antes de su previsible suicidio, achaca a su padre que está descomponiendo el Imperio al permitir la entrada de extranjeros y augura un desastre por culpa de los extranjeros y mestizos, que darán al traste con la identidad.
    Como ven, el mensaje está servido: el buen público asiste a la identificación del disoluto heredero con las proclamas llamadas populistas, xenófobas, racistas, y todos los calificativos que a ustedes se les antojen.
    Mi dice mi buena esposa que soy sumamente susceptible a los mensajes subliminales -en los casos mencionados, más bien burdos-, que se contienen inexorablemente en las películas y espectáculos en general. Probablemente es así, pero a las pruebas me remito. Cada año, por ejemplo, cuando asistimos -yo, bastante impertérrito- al inevitable episodio de estreno de Star Wars, me pregunta, desconfiada, a la salida qué tipo de adoctrinamiento sutil he percibido en las peripecias de la famosa saga -ahora ya culebrón- de aventuras y épica espacial. Y normalmente se lo digo, a riesgo de provocar una pequeña discusión conyugal, porque ella es fan confesa de los caballeros hedi, de sus siniestros antagonistas del imperio y demás personajes y criaturas.
    Es muy antigua la polémica sobre si el arte debe o no tener una función educadora. Nuestros clásicos de los Siglos de Oro escribían intencionadamente en esta dirección pedagógica y social, y sus claros mensajes eran aceptados por una sociedad que había asumido la ideología predominante en la época. También, los ilustrados del XVIII, fervientes partidarios de esta docencia en el arte hacían palpitar los corazones de los espectadores de teatro con peñazos tales como El sí de las niñas, pero, claro, que no resistían la comparación con los lopes, calderones y tirsos de su denostado Barroco.
    Lo terrible, y deshonesto, en nuestros días es que esos mensajes educativos (cuestión de opiniones) vayan contenidos de manera sigilosa, oculta y torticera en cualquier tipo de espectáculo de masas. El que asiste a una proyección cinematográfica o a una sesión teatral no es consciente de que, sea cuál sea el asunto, la trama, la época o los personajes, le van a colar contrabando, y en sus mentes se van a llevar a impronta del pensamiento único, quieran o no.
    Voy a seguir siendo especialmente sensible cuando asista a un cine o me siente en el sofá de mi casa para aligerar las cargas del día, porque tengo la conciencia de que, por debajo de historias aparentemente inocuas, viene la carga del mensaje subliminal o, si se quiere, del esto tiene truco.

 

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