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Diario YA


 

(Primera víctima de ETA en Navarra)

En el XL Aniversario del asesinato del Comandante Ímaz

PEDRO SÁEZ MARTÍNEZ DE UBAGO. Hay temas sobre los que, por diversas razones, resulta más complicado escribir, no tanto por la complejidad del asunto, cuanto por lo que cuesta ser imparcial. Y confieso que, al recordar el cuadragésimo aniversario del asesinato del comandante Joaquín Ímaz Martínez, a quien conocí personalmente, aunque mis recuerdos sean vagos porque yo tenía 10 años cuando le arrancaron la vida, y a cuya familia me une una larga amistad que ha sobrevivido tres generaciones.
Mi madre, nacida, como Joaquín, en 1927, era vecina (mi abuelo tenía su casa y consulta en el actual número 38 de la Calle Mayor, frente a la casa y despacho de su abuelo, el procurador de los tribunales don José Martínez Morea) compañera de juegos de él y de otros miembros de su numerosa familia. Ya mis abuelos y los padres y tíos del comandante Ímaz eran amigos, a pesar de las grandes discrepancias ideológicas entre nuestras familias. Mi abuelo, Luis Martínez de Ubago Oquendo, hijo del Dr. Eduardo Martínez de Ubago Lizarraga, hijo a su vez de Luis Martínez de Ubago Michelena, médico militar y efímero alcalde de Pamplona en 1873, durante la I República, abrazaba ideas republicanas muy afines al radicalismo de Lerroux.
Pero ello nunca fue un inconveniente ni un obstáculo para las buenas relaciones familiares, humanas y personales, sobre las que podría contar mil anécdotas. Sólo diré que guardo el recuerdo de, más de una vez en que, con mi abuela, íbamos de visita o a ver procesiones, a la casa que la familia del Comandante Ímaz tenía en la calle Mayor. Igualmente recuerdo no pocas mañanas de domingo en que, con mis padres, a quienes yo acompañaba, más o menos gustoso, a misa a nuestra parroquia de San Nicolás, en aquellos tiempos en que don Pedro Alfaro predicaba desde el púlpito, pero, siempre, muy contento a tomar el aperitivo por la Calle Comedias, Plaza del Castillo y Espoz y Mina, compartíamos algún “pote” con el entrañable amigo y castizo pamplonés.
Hoy, Carmen, su hija, dice -y me encanta la expresión- que somos “amigos heredados”. En estas circunstancias, aunque no deseo faltar a la verdad histórica, mis sentimientos y mi simpatía me llevan a rendir este homenaje y recuerdo a quien, el 26 de noviembre de 1977, fue la primera víctima de los asesinos de ETA en nuestra querida Navarra. Luego vendrían muchos más, entre los que no faltan familiares, como Alfredo Aguirre víctima de un coche bomba a los 13 años, o amigos, como Luis Prieto, Jesús Alcocer o Jesús Blanco…
El Comandante de Infantería, entonces comandante de la 64 Bandera de la Policía Armada fue el primero. Y yo me atrevo a conjeturar que su asesinato no fue uno más al azar. ETA, pienso, no sólo quería atentar contra las Fuerzas Armadas, ni sólo atentar en Navarra, sino atentar, también, contra Pamplona y Navarra, en la persona de uno de sus más queridos y destacados hijos, a la sazón jefe de los popularmente llamados “los grises”.
En Pamplona había –desde 1968 hasta 2015, en que los amigos de los terroristas que rigen nuestro Consistorio decidieron borrarla del mapa, como si con ello se pudieran cambiar la Historia y la Verdad- una calle con el nombre de Hermanos Ímaz, en reconocimiento a cuatro prestigiosos militares, hijos de don Felipe Ímaz, mutilado de la guerra de Cuba: Ignacio (1904 – 1924) caído en África sirviendo como teniente en la Legión; Argimiro (1902-1964) con una larga y prestigiosa carrera militar que culminaría con el empleo de Teniente General; José María (1892 -1965) que se retiraría como coronel; y Gerardo (1900-1936) capitán de la 6ª Bandera del Tercio, muerto a consecuencia de las heridas recibidas el 28 de septiembre, tras la liberación de Toledo y su glorioso Alcázar, en la toma de Vargas.
No siendo ni el mayor ni el menor de los hermanos lo he dejado para el final, no por sus destacados y cruciales servicios como primer oficial de la Legión llamado personalmente por Millán Astray; ni por servir directamente a las órdenes del entonces Comandante Franco; ni por colaborar activamente en la preparación del Alzamiento del 18 de Julio, sirviendo de enlace entre los generales Mola y Franco; sino porque fue el padre del aquí recordado Comandante Joaquín Ímaz Martínez, distinguido durante su carrera, tan prematura como dramáticamente segada, entre otras, con las cruces al Mérito Militar de 1ª clase, con distintivo blanco, de San Hermenegildo, al Mérito Policial con distintivo blanco, al Mérito Policial con distintivo rojo o la Orden del Mérito de la Guardia Civil con distintivo rojo…Como reconoce el refranero español, materia en la que Carmen, la hija de Joaquín Ímaz es experta, “de tal palo tal astilla”, “de casta le viene al galgo” o “el que a los suyos parece honra merece”.
Ningún asesinato terrorista, por lo que en sí mismo es y significa, puede justificarse bajo ningún pretexto y todos deben de ser condenados con la mayor vehemencia y castigados con el máximo rigor de la Ley. Pero, como apuntaba anteriormente, el de Joaquín Ímaz, un pamplonés castizo y no un funcionario del estado destinado por aquí (dicho sea con mi más sincero respeto a éstos) dolió especialmente en las entrañas de nuestra Pamplona de entonces.
En la noche del 26 de noviembre de 1977, los delincuentes etarras, los esbirros de esa cuadrilla de maleantes que sembró –y, aunque nos quieran engañar lo contrario- sigue sembrando el terror por todo el territorio nacional de España, se cobraban la venganza de abatir en el aparcamiento de la Plaza de Toros, a quien encarnaba en su persona la máxima representación policial de la provincia, la grandeza espiritual de la más acrisolada estirpe militar española y el espíritu cristiano, misionero y cruzado que ha merecido a nuestra tierra tantos reconocimientos, desde encomendar a San Francisco de Javier el patronazgo universal de las misiones hasta la a distinción de la Cruz Laureada de la Real Orden de San Fernando.
Esto molestaba a los etarras de entonces, como molesta hoy al ayuntamiento de Asirón que cambia la Calle Hermanos Ímaz por Julián Arteaga, y como molesta al gobierno de Barkos, que el 3 de diciembre quiere hacer prevalecer el “Día Internacional del Euskera” sobre el día de Navarra y la fiesta de San Francisco de Javier. Y con estas palabras se hacía eco de ello el predicador y celebrante del funeral en ausencia del Arzobispo, pater don Luis Arroyo, teniente capellán de la 64 Bandera de la Policía Armada: “Recemos por el eterno descanso de este hombre, como dije ayer en la misa de nuestra Bandera, que ha sido y será un ejemplo para todos nosotros. Supo cumplir y él se ha presentado ante Dios. Tuvo ideas muy claras, don Joaquín. Jamás se echó para atrás porque tenía una frontera trazada. Es todo un ejemplo. El hombre que está mariposeando, el hombre que está claudicando, traicionando, no puede guiar a nadie. Si un ciego conduce a otro ciego, ambos caerán en la fosa. Que este testimonio sea para todos nosotros una toma de conciencia de lo que somos y veamos de donde viene el mal y dónde está el peligro. Más que unas vidas y familias deshechas, es una nación que quieren dividir, desunir y echar por tierra”.
No hay mayor sordo que el que no quiere oír ni mayor ciego que el que no quiere ver. Joaquín Ímaz fue asesinado en los albores de la Transición, y palabras tan veraces como éstas podían doler a más de una autoridad. Quizá por ello, se echó en falta en el funeral la presencia de autoridades como el Arzobispo, Mons. Cirarda, el Ministro de Gobernación, Martín Villa, y el Vicepresidente 1º del Gobierno y Ministro para la Defensa, Teniente General Gutiérrez Mellado. Las autoridades no quisieron estar a la altura, dejaron sus funciones, las palabras del teniente capellán Arroyo resultaron clarividentes y hoy, por los ciegos que nos guiaron, estamos en la fosa en que estamos.
ETA destrozó una familia. Teresa Azcona, su viuda (R.I.P), tuvo que salir de Pamplona e ir a Madrid ante el hostil vacío de que era objeto hasta en las colas del Mercado. Carmen, su hija, no pudo hacer la Comunión con sus compañeras de colegio y tuvo que hacerla en la capilla del cuartel de Beloso Alto. Capilla, providencialmente mandada erigir por el Comandante Ímaz, para que los policías tuvieran cerca al Santísimo Sacramento.
Al día siguiente, con los restos mortales de este heroico soldado en su capilla ardiente, la misma capilla antes citada, ETA reivindicaba el atentado con sendas llamadas a Diario de navarra y a delegación de la Agencia Cifra en Bilbao. Según la banda terrorista: “Hemos ejecutado al señor Joaquín Imaz Martínez por su calidad de máximo responsable de las fuerzas represivas de la Policía Armada en Navarra y por el destacado protagonismo que este miembro ha desarrollado, durante los últimos años, en su fanática labor represiva contra el movimiento obrero y popular vasco. Muestra de ello es la participación responsable y asesina que el señor Imaz y las fuerzas a su servicio han tenido en el acontecimiento de Montejurra, así como su brillante comportamiento en impedir la celebración del Aberri Eguna y el desenlace de la marcha de la libertad en Iruña".
No merece la pena rebatir esto punto por punto. A veces, volviendo al refranero, para muestra basta un botón. Y yo voy a dar una muestra del “fanatismo” con que el Comandante Ímaz reprimía al “movimiento obrero y popular vasco”. Hoy las tecnologías y las infraestructuras han cambiado. Pero en aquel entonces, en el edificio de lo que era el Gobierno Civil y hoy es Delegación del Gobierno, y más concretamente en la primera planta y hacia el cruce de la Avenida de Generalísimo Franco (hoy Baja Navarra) con la calle de Paulino Caballero, existía una habitación donde estaba la emisora de radio de la policía –aquella emisora que todos podíamos “cazar” sintonizando la FM de nuestros aparatos de radio- por donde se transmitían las órdenes pertinentes a las distintas unidades.
El caso es que el Comandante Ímaz, muy lejos de reprimir fanáticamente a nadie, siempre tenía la costumbre de evitar el avance de los insurrectos, pero dejándoles al menos una salida de escape hacia donde menos molestaba. El comandante nunca quería cercar completamente a quienes luego aplaudirían su asesinato, para evitarles la desesperación de verse sin salida posible haciendo de ellos una fiera acorralada.
Igualmente, cuando ya sabía que su muerte era inminente, Joaquín Ímaz no quiso ni portar un arma, porque sabía que le matarían por la espalda y de nada le serviría; ni quiso aceptar la escolta de sus hombres, ni, en la noche fatal al salir del Casino Eslava, la compañía de sus amigos, porque, si el objetivo era él, no era necesario que muriera nadie más. Si ésta es la actitud de un fanático represor…
Terminaré estas líneas, haciendo referencia a un artículo de Javier Nagore Yárnoz, publicado el 29 de noviembre con el título “El más firme querer”. Dice Nagore Yárnoz: “En el emocionante funeral de ayer, recordé, durante la homilía tan preciosa del Capellán de su Bandera (“era –dijo- un navarro leal, apasionado de su tierra y de sus gentes”), la jota maravillosa que resume, a mi juicio, la virtud de la lealtad, de la fidelidad en el querer, por encima de recompensas y laureles:
<El querer sin esperanza
es el más lindo querer.
Yo te quiero y nada espero,
mira si te quiero bien.>
Pues bien, esta fidelidad sacrificada, que no piensa en sí sino en lo que ama, esta lealtad en el querer, fue en los navarros de antaño un sentimiento activo, traducido en obras.; una lealtad, una fidelidad, que supo mantener, acrecentar y abrillantar con el amor a Navarra el querer a España; frente a cuantos los combatieron, lesionaron o intentaron empañar.
La misma lealtad, la misma fidelidad sacrificada, ha llevado al comandante Ímaz -lo mismo que llevó a su padre, el Caballero Legionario Capitán Ímaz, a morir también por España- le ha llevado a la muerte; en su tierra y en su pueblo. Frente a los que quiere deshacerlo, frente a los que envenenan a sus gentes, frente a los que -más taimados y más culpables- dicen condenar los asesinatos después de dar armas ideológicas y de fuego a los asesinos”.
Descansen en la Paz de Dios, Joaquín Ímaz y su viuda, Teresa Azcona, quien, en gran manera, fue tan asesinada como su marido, de cuya pérdida, soy testigo, nunca se recuperó.
 

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