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Diario YA


 

en mi barrio de Vallecas hasta entonces yo no había encontrado ninguno

El primer comunista con el que me topé, hijo de un marqués, que vivía en la calle de Serrano

Javier Paredes. La protagonista del día es Santa Luisa de Marillac, fundadora de las Hijas de la Caridad, que falleció el 15 de marzo de 1660. Y contra lo que acostumbro en esta sección de protagonistas del día, que es hacer una pequeña semblanza de un personaje histórico, acompañada de alguna enseñanza provechosa, la protagonista del día al avivar mis recuerdos de la infancia, me invita a contarlos. Uno de aquellos recuerdos, imborrable, es el de una monja, hija de Santa Luisa, atendiendo a los enfermos del dispensario de la parroquia que frecuentaba durante mi infancia.

 Insisto, no es frecuente que transmita en estos escritos mis vivencias personales, pero hoy voy a hacer una excepción. Vamos allá. Soy hijo de emigrantes, que vinieron de León a Madrid en 1950, para mejorar sus condiciones de vida. Mis padres se establecieron en el barrio de Vallecas, donde viví durante toda mi infancia y mi juventud, hasta que acabé la carrera de Historia.

 Se agolpan en mi memoria los recuerdos de mi parroquia  de San Diego, donde hice la Primera Comunión. A la parroquia de San Diego acudíamos cientos de hijos de obreros del barrio, convocados por el apóstol de los niños de Vallecas que se llamaba fray Damián. En uno de los locales de la parroquia fray Damián había establecido el centro del Ave María, donde nos divertíamos, nos formábamos y nos hacíamos piadosos. Fue fray Damián el que me enseñó a querer al Señor en la Eucaristía y me infundió una tierna devoción por Santa María. Cada vez que entrábamos por la puerta de aquel local, teníamos que gritar ¡Ave María Purísima! Y todos los que estaban dentro tenían que contestar ¡Sin pecado concebida! Nunca se le agradeceré bastante.

 Cuando entré en la Universidad a los 18 años me topé con el primer comunista, porque en mi barrio de Vallecas hasta entonces yo no había encontrado ninguno. El comunista era de mi clase, hijo de un marqués, que vivía en la calle de Serrano y estaba empeñado en hacerme del partido  y en que me concienciara con la clase obrera. No nos entendimos, porque yo que ya estaba demasiado concienciado y conocía de sobra las condiciones en que vivían los obreros, lo que quería era tener una casa mejor que la que, con tanto esfuerzo, habían conseguido mis padres, que por cierto era bastante digna, pero nada que ver con las de la calle de Serrano.

 El comunista y yo éramos tocayos, pero salvo el nombre no teníamos nada en común. Yo creo que el comunista me odiaba, aunque no tengo pruebas de ello, pero de lo que sí que las tengo era de lo mucho que me despreciaba, entre otras cosas porque era público y notorio que en mi curso había dos elementos y una elementa del Opus Dei. Me acuerdo de los apellidos de la chica, pero su nombre se me ha olvidado. Y en cuanto a los dos elementos, uno era una gran persona que respondía al apelativo de Pachichi, que recientemente se ha ido al Cielo,  y el otro ya habrán sospechado que era yo. Y era público y notorio porque no nos cortábamos un pelo y no nos daba vergüenza decir que éramos del Opus Dei, e invitábamos a todos los del curso a los retiros que se organizaban en Tajamar, un gran centro del Opus Dei de mi barrio donde había muchísimas vocaciones, porque en Vallecas había muchos católicos coherentes y muy buenas personas, aunque algunos estuvieran alejadas de la Iglesia.

  Insisto, lo que no había era comunistas, aunque entonces el rojo de mi curso, que tanto me despreciaba, se  refería siempre a Vallecas como “La pequeña Rusia”. Y él resolvía todas nuestras divergencias con el siguiente dictamen, sin derecho a réplica: “Paredes, a ti lo que te pasa es que estás alienado”. Y me arrojaba esta sentencia con todo su desprecio a mi cara, y eso que nunca le dije que una de las cosas que más me gustaban de niño eran las procesiones de Semana Santa de mi parroquia de San Diego de Vallecas, en las que la Legión acompañaba a los pasos con trompetas, tambores y, por supuesto, con los botones de la camisa desabrochados y con el pecho al descubierto.

 Como, al final de la década de los sesenta, muchos de mis profesores en la Universidad eran marxistas o se lo hacían, aprendí muy pronto en qué consistía lo de estar alienado. Así es que descubrí que el que estaba alienado era el comunista, que vivía en un mundo que no existía en la realidad.

 La realidad, y además de la buena, era mi parroquia de San Diego con el centro del Ave María de fray Damián y el dispensario, atendido por una monja de la Caridad, hija de nuestra protagonista del día, que atendía y curaba a todos los enfermos que allí acudían, porque no tenían servicios médicos o no querían ir al practicante de la Seguridad Social. Los frailes de la parroquia, las hijas de la Caridad del dispensario y los del Opus Dei de Tajamar, esos sí que eran personas de verdad, que por amor a Dios y por amor a las gentes del barrio entregaban su vida, sin pedir nada a cambio, para tirar de nosotros hacia arriba; es decir, hacia Dios y también hacia una mejora material.

 Yo nunca se lo que dije al comunista, aunque  supe desde el principio que él era el que estaba alienado y vivía en un mundo artificial, levantado sobre el odio y la lucha de clases. En aquellos años recé mucho por él. Desde entonces no le he vuelto a ver, pero todavía cuando me acuerdo de mi tocayo comunista, como ahora que escribo estas vivencias, le encomiendo a Dios para que se convierta y descubra el sentido cristiano de la vida, con la esperanza de que algún día nos volvamos a encontrar los dos en el Cielo, que es el verdadero y único mundo real en el que, por la misericordia de Dios, espero vivir para siempre.
 

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