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Diario YA


 

EL FANTASMA DE LA VIOLENCIA

Manuel Parra Celaya. “La violencia es la razón exasperada”, dejó dicho Ortega en su época. ¿Se debe a la razón la violencia que parece crecer, día a día, en la España de 2014, entre cuestiones supuestamente personales, “escraches” y asonadas callejeras? Más aun, ¿se debe a la exasperación -que implica espontaneidad- por las medidas restrictivas ante la crisis? Mi respuesta es negativa en los dos casos.

 Mi rechazo a la violencia no es un producto de un “puritanismo democrático” ni mucho menos una declaración de pacifismo a ultranza; soy partidario de la convivencia democrática -sobre todo si la democracia lo es “de contenido”- y pacífico por naturaleza, pero hasta el Catecismo de la Iglesia Católica justifica la violencia mesurada por legítima defensa. El problema es que observo cierta utilización, cada vez más sistemática, de la violencia como instrumento de presión política o como “ajuste de cuentas” de tinte mafioso, lo que me retrotrae históricamente a momentos de imposible convivencia entre españoles, cuya reiteración no quisiera tener que vivir ni, menos incluso, que las tuvieran que vivir mis hijos.

 Puedo estar equivocado, pero el sarpullido violento -de momento, lo califico así- puede tener sus orígenes en tres circunstancias, más detestables que el propio acto violento en sí: en primer lugar, una incapacidad para el civismo, lo que encierra desprecio a la sociedad y al Derecho: el puro salvajismo parecía un fantasma ahuyentado de nuestros ambientes, pero estábamos equivocados; en segundo lugar, la instrumentalización de la violencia como medio de acción política, y no como defensa de uno mismo o de altos valores sino como consideración de que el “otro” sobra de nuestro panorama y no tiene derecho ni a gobernar ni a ser gobernado; en tercer lugar -y muy unido al punto anterior- la inducción y manipulación para la violencia. No hay ni que decir que considero los tres despreciables en el marco de una sociedad moderna.

 Claro que puede darse una violencia no física; es la que suponen las coacciones ilegítimas -aunque sean legales-, la que originan las “alcaldadas” y las que cercenan derechos inalienables de la persona humana, como el derecho a la vida, sin ir más lejos. Pero, casualmente, las explosiones de violencia material que nos aquejan nunca se emplean como expresión del derecho de legítima defensa contra los desafueros de este tipo. En esos casos, suele salir a relucir otro fantasma contra la convivencia, que es la cobardía delilencio, pero sobre eso ya escribiré otro día.

 Como dorsiano que me considero, entiendo que el diálogo es la base de la “alegre y civil compañía”; que el monólogo -y más si encierra violencia- trae la muerte al espíritu; que el diálogo, por el contrario, es una medicina contra la soberbia, y que la ineptitud para dialogar es causa de esterilidad intelectual. ¿Seremos los españoles capaces de preferir el diálogo a la violencia o, por el contrario, estamos condenados a repetir tristemente nuestra historia?

 Particularmente, solo espero que los detentadores de la violencia -sean de los incapaces para convivir, sean los ambiciosos de poder, sean los manipulados- no me pongan nunca en la tesitura de hacer uso, a mi vez, de mi “razón exasperada”.

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