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Diario YA


 

trabajadores franceses votan a Le Pen, Wall Street apoya con armas y bagajes esa curiosa antropología de género representada por la señora Hilaria y la radical C.U.P. va del bracete con los senyors Esteve

De etiquetas y definiciones políticas

Manuel Parra Celaya. Las etiquetas políticas van camino de desaparecer, para quedar como una antigualla de museo. Esto puede gustarnos o no, pero es una evidencia en nuestro mundo occidental, por lo menos desde que los indómitos trabajadores franceses votan a Le Pen, Wall Street apoya con armas y bagajes esa curiosa antropología de género representada por la señora Hilaria y la radical C.U.P. va del bracete con los senyors Esteve de la ex Convergencia, experta en recortes.

Habrá quien lo achaque al cumplimiento de aquel ocaso de las ideologías que vaticinó Fernández de la Mora o al otro acabose, el de la historia, del fracasado augur Fukuyama; otra explicación puede ser la identificación amorosa de todos y cada uno de los partidos -antes caracterizados por sus distintas escalas de valores- con ese confuso y férreo a la vez Sistema, al que prestan perruno acatamiento; el motivo más sencillo, relacionado con lo anterior, puede quedar establecida en el desprestigio de esos partidos, puras maquinarias electorales y viveros de oligarquías profesionalizadas en política, por parte del común de las gentes de bien.

Con todo, el español medio sigue gustando de etiquetarse, quizás por un atavismo renacido con la memoria histórica; pero lo suele hacer de una forma harto generalista: ser de izquierdas o ser de derechas. Recordemos que, según Ortega, evidenciaba una de las maneras de volverse imbécil, por hemiplejía moral, y José Antonio Primo de Rivera, en discurso más poético, añadía que las cosas bellas -como España- no pueden mirarse con un solo ojo, sino de frente y con los dos a la vez. Si la izquierda era equivalente al predominio de la libertad y de la justicia y la derecha priorizaba ante todo la seguridad y el conservadurismo, ahora las fronteras entre ambas se han difuminado, ya que aquellos valores, antes revolucionarios, vienen marcados, en sus estrictos límites, por ese mismo Sistema que todos se glorían en defender, y, quien más, quien menos, prefieren conservarlo a ultranza para sentirse seguros; especialmente, cuando se plantean alternativas al mismo, calificadas despectivamente de disidentes o, de forma más inmisericorde, de fascistas. Y no se me aluda al populismo emergente, que se estremece en su fuero interno cuando se osan contradecir los dogmas nacidos de la Modernidad o de su hija la Postmodernidad.

Si alambicamos un poco más, aun resultan más confusas las etiquetas políticas concretas. ¿Qué es hoy en día ser liberal? Un servidor, sin ir más lejos, aceptaría esta definición en el primero de los sentidos que le otorgaba el doctor Marañón, el de liberalidad, y solo de forma restringida en el segundo: soy capaz de entenderme con aquel que no piensa como yo y no acepto que el fin justifique los medios, pero no admito el laissez faire ni el relativismo ante los valores esenciales de la persona, que considero eternos y trascendentes. ¿Y qué diremos de etiquetarse como socialista, cuando esta definición ha venido sirviendo para un roto y para un descosido ya desde los tiempos de Fourier, Saint-Simón y Carlos Marx? Personalizando otra vez -y ustedes disculpen-, lo asumiría en punto a las formas sociales de propiedad, a la equidad en la distribución de la riqueza y en la intervención pública en la producción de bienes y servicios de interés nacional, pero soy lo bastante mayor para no aceptar según qué utopías y, por supuesto, lo suficiente creyente como para pechar con materialismos históricos. Además, en este momento, creo que ni los propios militantes del PSOE están de acuerdo en sus etiquetas, mientras deciden si tienen más pedigrí socialista Felipe, Susana o Pedro.

En cambio, los autodefinidos como independentistas (en realidad, eufemismo de separatistas o, más castizamente, separatas) sí están unánimemente conformes con esa etiqueta, aunque sus alcances aparezcan día a día más nebulosos e ilegibles; la razón es que esa definición proviene de un espejismo -ya nada del bello ensueño que quería superar el poeta Maragall-, que tiene por leit motiv eso tan español de ir a la contra; lo malo es que adquieren ribetes abominables en quienes han rebasado la barrera de lo folclórico para estancarse en las pútridas aguas del odio a España y a lo español. Pero advierto que me estoy dejando llevar por la deriva de la gravedad y del despropósito; siempre me ocurre cuando, como catalán provisto de seny, he de aludir a mis convecinos alucinados en su rauxa. Así que, ahora que estamos en Navidad, etiquetémonos todos los españoles -salvo reticentes incorregibles- como hombres de buena voluntad, que era el claro mensaje de los ángeles en una noche como esta.

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